Me considero una persona ordenada, de esas que colocan los objetos en la mesa del escritorio para que guarden una absurda relación geométrica.
Me gusta el orden, la organización, y no creo que sea algo malo. Al contrario, creo que tiene muchas ventajas, y estoy convencido de que el orden está ligado a la efectividad.
Siempre me gustó ordenarlo todo. Pero, en algún momento de mi vida, entendí que me estaba pasando de la raya. Recuerdo hacer terapia tirando al suelo un montón de objetos y papeles, manteniéndolos sin recoger un par de días.
Por suerte, creo estar en un punto de equilibrio desde hace años. Pero no me puedo despistar, ya que mi tendencia natural es a la perfección. Y ese tipo de perfección absoluta y aburrida, exenta de aprendizaje y de mejora, ni existe, ni debe existir.
Es fácil criticar a alguien por ser «un perfeccionista». Pero, ¿qué hay del otro extremo? Aquellos que, por costumbre, dejan todo inacabado, sin cumplir un mínimo estándar de calidad. Esos a los que el orden les importa un pimiento.
Sí, esos que llegan tarde por costumbre, que prefieren tener todo desordenado; los que se ríen de ti por querer tener algo de control. Esos que se excusan diciendo que la creatividad es desordenada.
Sobre todo, los que, por su falta de organización, te roban tu valioso tiempo, y de paso, tu tranquilidad.
Y peor aún si esas personas tienen cierta autoridad sobre ti, como padres, demás familiares, profesionales de algún sector, funcionarios, etc. La lista es interminable.
No estoy hablando de personas que tengan limitaciones en un ámbito en particular, pero se esfuerzan por mejorar. Me refiero a los que, pudiéndolo hacer mejor, prefieren la imperfección, lo incompleto.
No creo que ser perfeccionista sea bueno, pero tampoco pienso que lo contrario, llamémosle «ser imperfeccionista», sea mejor. Y, al igual que una cosa puede ser criticable, la otra también.
Ya teníamos una palabra para un extremo, pero faltaba la otra. Aquí está: IMPERFECCIONISTAS