Desayunar como un rey, comer como un príncipe, cenar como un mendigo: esta es la frase completa. No sé si la habrás oído. Es fácil de entender, la idea que se propone es desayunar fuerte, comer bien, pero sin demasiada abundancia, y cenar ligero.
Según muchos, esta es la manera ideal de ingerir alimentos. No vamos a entrar aquí en materias de nutrición. He leído bastante de la temática, y actualmente estoy peor que antes. La cantidad de opiniones, todas ellas igual de expertas, es abrumadora.
Más allá de las dietas milagrosas, hay quien propone el ayuno intermitente, la dieta vitamínica o proteínica, las 5 comidas al día, las semillas crudas o las limpiezas con jarabe de arce. Y así podríamos seguir…
No, la cuestión es por qué. ¿Por qué tengo que desayunar como un rey, comer como un príncipe y cenar como un mendigo? ¿Por qué no puedo hacerlo todo como un rey?
Nos gusta mucho categorizarlo todo, hacer comparaciones, lanzar frases contundentes. A mí me encantan las frases, pero creo que tienen un defecto enorme: dada su brevedad, se quedan sin una explicación, y pueden llegar a confundir.
Es posible que desayunar mucho, comer menos, y cenar poco sea positivo para el organismo. La cuestión que me planteo es: ¿cómo se alimenta un rey? Estoy seguro que tiene un buen equipo de nutricionistas que le elaboran una dieta flexible, con alimentos variados, sanos y en la cantidad correcta.
En alimentación, somos más mendigos que reyes
Sea que comamos poco o mucho, la triste realidad sobre la comida, es que muchos somos mendigos, no en la cantidad de alimentos disponibles, sino en ignorancia y costumbres. Somos ricos en recursos, nos sobra comida. Pero somos pobres en información y en efectividad.
Día tras día, comemos productos procesados, cancerígenos, en el mejor de los casos, verduras transgénicas y frutas hinchadas artificialmente. No nos importa de dónde provenga la carne, ni cómo se consiguió.
Nuestros cuerpos son nuestros jardines, nuestras voluntades son nuestros jardineros – William Shakespeare Clic para tuitearNo escuchamos al cuerpo cuando nos dice que ya tiene suficiente. Comemos sin hambre, quizá tal vez, por ansiedad.
Cuando saltan las alarmas invisibles de los espejos, nos ponemos manos a la obra, y aceptamos cualquier “crecepelos” alimenticio. Medimos, comprobamos, nos ponemos contentos por los progresos hechos… y lo celebramos volviendo a caer en la misma piedra. Rápidamente ganamos peso, y perdemos salud.
Creo que la raíz de la cuestión es que no nos comportamos como reyes, reyes de nuestro propio cuerpo, afrontando nuestra responsabilidad sobre él, reconociendo y aceptando nuestra constitución física, que normalmente no es tipo “modelo de ropa de baño”. Nos cuesta gastar los dineros en alimentación sana. No solemos invertir ni tiempo ni recursos en aprender a comer.

Por eso, la reflexión de hoy es:
Para hablar, y para al cuerpo alimentar, antes, debes pensar. Clic para tuitear